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Глава 24 
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Puesto que ya muchos han tratado de poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas,
tal como nos las enseñaron los que desde el principio las vieron con sus ojos y fueron ministros de la palabra,
me ha parecido también a mí, después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen, escribírtelas por orden, excelentísimo Teófilo,
para que conozcas bien la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido.
Hubo en los días de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, de la clase de Abías; su mujer era de las hijas de Aarón y se llamaba Elisabet.
Ambos eran justos delante de Dios y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor.
Pero no tenían hijos, porque Elisabet era estéril. Ambos eran ya de edad avanzada.
Aconteció que ejerciendo Zacarías el sacerdocio delante de Dios, según el orden de su clase,
le tocó en suerte entrar, conforme a la costumbre del sacerdocio, en el santuario del Señor para ofrecer el incienso.
Toda la multitud del pueblo estaba fuera orando a la hora del incienso.
Entonces se le apareció un ángel del Señor puesto de pie a la derecha del altar del incienso.
Al verlo, Zacarías se turbó y lo sobrecogió temor.
Pero el ángel le dijo:

—Zacarías, no temas, porque tu oración ha sido oída y tu mujer Elisabet dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Juan.

Tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán por su nacimiento,
porque será grande delante de Dios. No beberá vino ni sidra, y será lleno del Espíritu Santo aun desde el vientre de su madre.
Hará que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor, su Dios.
E irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.
Zacarías preguntó al ángel:

—¿En qué conoceré esto?, porque yo soy viejo y mi mujer es de edad avanzada.

Respondiendo el ángel, le dijo:

—Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios, y he sido enviado a hablarte y darte estas buenas nuevas.

Ahora, por cuanto no creíste mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo, quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que esto suceda.
El pueblo, entretanto, estaba esperando a Zacarías, y se extrañaba de que se demorara en el santuario.
Cuando salió, no les podía hablar; entonces comprendieron que había tenido una visión en el santuario. Él les hablaba por señas, y permaneció mudo.
Cumplidos los días de su ministerio, se fue a su casa.
Después de aquellos días concibió su mujer Elisabet, y se recluyó en casa por cinco meses, diciendo:
«Así ha hecho conmigo el Señor en los días en que se dignó quitar mi afrenta entre los hombres.»
Al sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret,
a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David; y el nombre de la virgen era María.
Entrando el ángel a donde ella estaba, dijo:

—¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres.

Pero ella, cuando lo vio, se turbó por sus palabras, y pensaba qué salutación sería ésta.
Entonces el ángel le dijo:

—María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios.

Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús.
Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre;
reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su Reino no tendrá fin.
Entonces María preguntó al ángel:

—¿Cómo será esto?, pues no conozco varón.

Respondiendo el ángel, le dijo:

—El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que va a nacer será llamado Hijo de Dios.

Y he aquí también tu parienta Elisabet, la que llamaban estéril, ha concebido hijo en su vejez y éste es el sexto mes para ella,
pues nada hay imposible para Dios.
Entonces María dijo:

—Aquí está la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra.

Y el ángel se fue de su presencia.

En aquellos días, levantándose María, fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá;
entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet.
Y aconteció que cuando oyó Elisabet la salutación de María, la criatura saltó en su vientre, y Elisabet, llena del Espíritu Santo,
exclamó a gran voz:

—Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre.

¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?,
porque tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre.
Bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor.
Entonces María dijo:

«Engrandece mi alma al Señor

y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador,
porque ha mirado la bajeza de su sierva,
pues desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones,
porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso.
¡Santo es su nombre,
y su misericordia es de generación en generación
a los que le temen!
Hizo proezas con su brazo;
esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.
Quitó de los tronos a los poderosos
y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes
y a los ricos envió vacíos.
Socorrió a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
—de la cual habló a nuestros padres—
para con Abraham y su descendencia para siempre.»
Se quedó María con ella como tres meses; después se volvió a su casa.
Cuando a Elisabet se le cumplió el tiempo de su alumbramiento, dio a luz un hijo.
Al oír los vecinos y los parientes que Dios había engrandecido para con ella su misericordia, se regocijaron con ella.
Aconteció que al octavo día vinieron para circuncidar al niño, y lo llamaban con el nombre de su padre, Zacarías;
pero su madre dijo:

—¡No! Se llamará Juan.

Le dijeron:

—¿Por qué? No hay nadie en tu parentela que se llame con ese nombre.

Entonces preguntaron por señas a su padre cómo lo quería llamar.
Él, pidiendo una tablilla, escribió: «Juan es su nombre.» Y todos se maravillaron.
En ese momento fue abierta su boca y suelta su lengua, y comenzó a bendecir a Dios.
Se llenaron de temor todos sus vecinos, y en todas las montañas de Judea se divulgaron todas estas cosas.
Los que las oían las guardaban en su corazón, diciendo: «¿Quién, pues, será este niño?» Y la mano del Señor estaba con él.
Zacarías, su padre, fue lleno del Espíritu Santo y profetizó, diciendo:
«Bendito el Señor Dios de Israel,
que ha visitado y redimido a su pueblo,
y nos levantó un poderoso Salvador
en la casa de David, su siervo
—como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio—,
salvación de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odiaron,
para hacer misericordia con nuestros padres
y acordarse de su santo pacto,
del juramento que hizo a Abraham, nuestro padre,
que nos había de conceder
que, librados de nuestros enemigos,
sin temor lo serviríamos
en santidad y en justicia delante de él todos nuestros días.
Y tú, niño, profeta del Altísimo serás llamado,
porque irás delante de la presencia del Señor para preparar sus caminos,
para dar conocimiento de salvación a su pueblo,
para perdón de sus pecados,
por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
con que nos visitó desde lo alto la aurora,
para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte,
para encaminar nuestros pies por camino de paz».
El niño crecía y se fortalecía en espíritu, y estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.
El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando las especias aromáticas que habían preparado, y algunas otras mujeres con ellas.
Hallaron removida la piedra del sepulcro
y, entrando, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.
Aconteció que estando ellas perplejas por esto, se pararon junto a ellas dos varones con vestiduras resplandecientes;
y como tuvieron temor y bajaron el rostro a tierra, les dijeron:

—¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?

No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de lo que os habló cuando aún estaba en Galilea,
diciendo: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado y resucite al tercer día.”
Entonces ellas se acordaron de sus palabras,
y volviendo del sepulcro dieron nuevas de todas estas cosas a los once y a todos los demás.
Eran María Magdalena, Juana y María, madre de Jacobo, y las demás con ellas, quienes dijeron estas cosas a los apóstoles.
Pero a ellos les parecían locura las palabras de ellas, y no las creyeron.
Pedro, sin embargo, levantándose, corrió al sepulcro; y cuando miró dentro vio sólo los lienzos, y se fue a casa maravillándose de lo que había sucedido.
Dos de ellos iban el mismo día a una aldea llamada Emaús, que estaba a sesenta estadios de Jerusalén.
Hablaban entre sí de todas aquellas cosas que habían acontecido.
Y sucedió que, mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos.
Pero los ojos de ellos estaban velados, para que no lo reconocieran.
Él les dijo:

—¿Qué pláticas son éstas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?

Respondiendo uno de ellos, que se llamaba Cleofas, le dijo:

—¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en estos días?

Entonces él les preguntó:

—¿Qué cosas?

Y ellos le dijeron:

—De Jesús nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo;

y cómo lo entregaron los principales sacerdotes y nuestros gobernantes a sentencia de muerte, y lo crucificaron.
Pero nosotros esperábamos que él fuera el que había de redimir a Israel. Sin embargo, además de todo, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido.
Aunque también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las cuales antes del día fueron al sepulcro;
como no hallaron su cuerpo, volvieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, quienes dijeron que él vive.
Y fueron algunos de los nuestros al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían dicho, pero a él no lo vieron.
Entonces él les dijo:

—¡Insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!

¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria?
Y comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían.
Llegaron a la aldea adonde iban, y él hizo como que iba más lejos.
Pero ellos lo obligaron a quedarse, diciendo:

—Quédate con nosotros, porque se hace tarde y el día ya ha declinado.

Entró, pues, a quedarse con ellos.

Y aconteció que, estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y les dio.
Entonces les fueron abiertos los ojos y lo reconocieron; pero él desapareció de su vista.
Y se decían el uno al otro:

—¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino y cuando nos abría las Escrituras?

Levantándose en esa misma hora, volvieron a Jerusalén; y hallaron a los once reunidos y a los que estaban con ellos,
que decían:

—Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón.

Entonces ellos contaron las cosas que les habían acontecido en el camino, y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Mientras aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos y les dijo:

—¡Paz a vosotros!

Entonces, espantados y atemorizados, pensaban que veían un espíritu.
Pero él les dijo:

—¿Por qué estáis turbados y vienen a vuestro corazón estos pensamientos?

Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy. Palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo.
Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies.
Pero como todavía ellos, de gozo, no lo creían y estaban maravillados, les dijo:

—¿Tenéis aquí algo de comer?

Entonces le dieron un trozo de pescado asado y un panal de miel.
Él lo tomó y comió delante de ellos.
Luego les dijo:

—Éstas son las palabras que os hablé estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos.

Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras;
y les dijo:

—Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciera y resucitara de los muertos al tercer día;

y que se predicara en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén.
Vosotros sois testigos de estas cosas.
Ciertamente, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén hasta que seáis investidos de poder desde lo alto.
Después los sacó fuera hasta Betania y, alzando sus manos, los bendijo.
Aconteció que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado arriba al cielo.
Ellos, después de haberlo adorado, volvieron a Jerusalén con gran gozo;
y estaban siempre en el Templo, alabando y bendiciendo a Dios. Amén.
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