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Глава 21 
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Después de estas cosas, Pablo salió de Atenas y fue a Corinto.
Y halló a un judío llamado Aquila, natural del Ponto, recién venido de Italia con Priscila, su mujer, por cuanto Claudio había mandado que todos los judíos salieran de Roma. Fue a ellos
y, como era del mismo oficio, se quedó con ellos y trabajaban juntos, pues el oficio de ellos era hacer tiendas.
Y discutía en la sinagoga todos los sábados, y persuadía a judíos y a griegos.
Cuando Silas y Timoteo vinieron de Macedonia, Pablo estaba entregado por entero a la predicación de la palabra, testificando a los judíos que Jesús era el Cristo.
Pero oponiéndose y blasfemando estos, les dijo, sacudiéndose los vestidos:

—Vuestra sangre sea sobre vuestra propia cabeza. Mi conciencia está limpia; desde ahora me iré a los gentiles.

Salió de allí y se fue a la casa de uno llamado Justo, temeroso de Dios, la cual estaba junto a la sinagoga.
Crispo, alto dignatario de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su casa; y muchos de los corintios al oír, creían y eran bautizados.
Entonces el Señor dijo a Pablo en visión de noche: «No temas, sino habla y no calles,
porque yo estoy contigo y nadie pondrá sobre ti la mano para hacerte mal, porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad.»
Y se detuvo allí un año y seis meses, enseñándoles la palabra de Dios.
Pero siendo Galión procónsul de Acaya, los judíos se levantaron de común acuerdo contra Pablo y lo llevaron al tribunal,
diciendo:

—Éste persuade a los hombres a honrar a Dios contra la Ley.

Al comenzar Pablo a hablar, Galión dijo a los judíos:

—Si fuera algún agravio o algún crimen enorme, judíos, conforme a derecho yo os toleraría;

pero si son cuestiones de palabras, de nombres y de vuestra Ley, vedlo vosotros, porque yo no quiero ser juez de estas cosas.
Y los echó del tribunal.
Entonces todos los griegos, apoderándose de Sóstenes, alto dignatario de la sinagoga, lo golpeaban delante del tribunal. Pero Galión no hacía caso alguno.
Pablo permaneció allí muchos días. Luego se despidió de los hermanos y navegó a Siria, junto con Priscila y Aquila. En Cencrea se rapó la cabeza, porque tenía hecho voto.
Llegó a Éfeso y los dejó allí; y entrando en la sinagoga, discutía con los judíos.
Estos le rogaban que se quedara con ellos más tiempo, pero él no accedió,
sino que se despidió de ellos, diciendo:

—Es necesario que en todo caso yo celebre en Jerusalén la fiesta que viene; pero otra vez volveré a vosotros, si Dios quiere.

Y zarpó de Éfeso.

Habiendo llegado a Cesarea, subió para saludar a la iglesia y luego descendió a Antioquía.
Después de estar allí algún tiempo, salió y recorrió por orden la región de Galacia y de Frigia, animando a todos los discípulos.
Llegó entonces a Éfeso un judío llamado Apolos, natural de Alejandría, hombre elocuente, poderoso en las Escrituras.
Éste había sido instruido en el camino del Señor; y siendo de espíritu fervoroso, hablaba y enseñaba diligentemente lo concerniente al Señor, aunque sólo conocía el bautismo de Juan.
Comenzó, pues, a hablar con valentía en la sinagoga; pero cuando lo oyeron Priscila y Aquila, lo tomaron aparte y le expusieron con más exactitud el camino de Dios.
Cuando él quiso pasar a Acaya, los hermanos lo animaron y escribieron a los discípulos que lo recibieran. Al llegar allá, fue de gran provecho a los que por la gracia habían creído,
porque con gran vehemencia refutaba públicamente a los judíos, demostrando por las Escrituras que Jesús era el Cristo.
Después de separarnos de ellos, zarpamos y fuimos con rumbo directo a Cos; al día siguiente, a Rodas, y de allí a Pátara.
Y hallando un barco que pasaba a Fenicia, nos embarcamos y zarpamos.
Al avistar Chipre, dejándola a mano izquierda, navegamos a Siria y llegamos a Tiro, porque el barco había de descargar allí.
Hallamos a los discípulos y nos quedamos allí siete días; y ellos, por el Espíritu, decían a Pablo que no subiera a Jerusalén.
Cumplidos aquellos días, salimos. Todos, con sus mujeres e hijos, nos acompañaron hasta las afueras de la ciudad, y puestos de rodillas en la playa, oramos.
Y abrazándonos los unos a los otros, subimos al barco y ellos se volvieron a sus casas.
Nosotros completamos la navegación saliendo de Tiro y llegando a Tolemaida; saludamos a los hermanos, y nos quedamos con ellos un día.
Al otro día, saliendo Pablo y los que con él estábamos, fuimos a Cesarea; entramos en casa de Felipe, el evangelista, que era uno de los siete, y nos hospedamos con él.
Éste tenía cuatro hijas doncellas que profetizaban.
Mientras nosotros permanecíamos allí algunos días, descendió de Judea un profeta llamado Agabo,
quien, viniendo a vernos, tomó el cinto de Pablo, se ató los pies y las manos y dijo:

—Esto dice el Espíritu Santo: “Así atarán los judíos en Jerusalén al hombre de quien es este cinto, y lo entregarán en manos de los gentiles.”

Al oír esto, le rogamos nosotros y los de aquel lugar que no subiera a Jerusalén.
Pero Pablo respondió:

—¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón?, pues yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús.

Como no lo pudimos persuadir, desistimos, diciendo:

—Hágase la voluntad del Señor.

Después de esos días, hechos ya los preparativos, subimos a Jerusalén.
Y vinieron también con nosotros algunos de los discípulos de Cesarea, trayendo consigo a uno llamado Mnasón, de Chipre, discípulo antiguo, con quien nos hospedaríamos.
Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con gozo.
Al día siguiente, Pablo entró con nosotros a ver a Jacobo, y se hallaban reunidos todos los ancianos;
a los cuales, después de haberlos saludado, les contó una por una las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por su ministerio.
Cuando ellos lo oyeron, glorificaron a Dios, y le dijeron:

—Ya ves, hermano, cuántos millares de judíos hay que han creído; y todos son celosos por la Ley.

Pero se les ha informado en cuanto a ti, que enseñas a todos los judíos que están entre los gentiles a apostatar de Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos ni observen las costumbres.
¿Qué hay, pues? La multitud se reunirá de cierto, porque oirán que has venido.
Haz, pues, esto que te decimos: Hay entre nosotros cuatro hombres que tienen obligación de cumplir voto.
Tómalos contigo, purifícate con ellos y paga sus gastos para que se rasuren la cabeza; y todos comprenderán que no hay nada de lo que se les informó acerca de ti, sino que tú también andas ordenadamente, guardando la Ley.
Pero en cuanto a los gentiles que han creído, nosotros les hemos escrito determinando que no guarden nada de esto; solamente que se abstengan de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación.
Entonces Pablo tomó consigo a aquellos hombres, y al día siguiente, habiéndose purificado con ellos, entró en el Templo para anunciar el cumplimiento de los días de la purificación, cuando había de presentarse la ofrenda por cada uno de ellos.
Pero cuando estaban para cumplirse los siete días, unos judíos de Asia, al verlo en el Templo, alborotaron a toda la multitud y le echaron mano,
gritando:

—¡Israelitas, ayudad! Éste es el hombre que por todas partes enseña a todos contra el pueblo, la Ley y este lugar; y además de esto, ha metido a griegos en el Templo y ha profanado este santo lugar.

Decían esto porque antes habían visto con él en la ciudad a Trófimo, de Éfeso, a quien pensaban que Pablo había metido en el Templo.
Toda la ciudad se alborotó, y se agolpó el pueblo. Apoderándose de Pablo, lo arrastraron fuera del Templo, e inmediatamente cerraron las puertas.
Intentaban ellos matarlo, cuando se le avisó al comandante de la compañía que toda la ciudad de Jerusalén estaba alborotada.
Éste, inmediatamente tomó soldados y centuriones y corrió a ellos. Cuando ellos vieron al comandante y a los soldados, dejaron de golpear a Pablo.
Entonces, llegando el comandante, lo prendió y lo mandó atar con dos cadenas, y preguntó quién era y qué había hecho.
Pero, entre la multitud, unos gritaban una cosa y otros otra; y como no podía entender nada de cierto a causa del alboroto, lo mandó llevar a la fortaleza.
Al llegar a las gradas, aconteció que era llevado en peso por los soldados a causa de la violencia de la multitud,
porque la muchedumbre del pueblo venía detrás, gritando:

—¡Muera!

Cuando estaban a punto de meterlo en la fortaleza, Pablo dijo al comandante:

—¿Se me permite decirte algo?

Y él dijo:

—¿Sabes griego?

¿No eres tú aquel egipcio que levantó una sedición antes de estos días y sacó al desierto los cuatro mil sicarios?
Entonces dijo Pablo:

—Yo de cierto soy hombre judío de Tarso, ciudadano de una ciudad no insignificante de Cilicia; pero te ruego que me permitas hablar al pueblo.

Cuando él se lo permitió, Pablo, de pie en las gradas, hizo señal con la mano al pueblo. Se hizo un gran silencio, y comenzó a hablar en lengua hebrea, diciendo:
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